¿En qué creen los anarcocapitalistas?
Elisa Carrió rompió el silencio para advertir que, aunque Javier Milei “no mintió en la campaña electoral” porque “siempre se definió como anarcocapitalista”, el problema es que nadie averiguó qué significaba.
La llegada a la presidencia del primer gobernante que se declara abiertamente anarcocapitalista despertó el interés por las ideas y la génesis de esta corriente. Pero para la gran mayoría, éstas son del orden de la utopía, por lo tanto irrealizables y por ello desestimadas. Probablemente incluso por quienes votaron con entusiasmo a Milei, como señala Carrió.
“El anarcocapitalismo es una filosofía política y una teoría económica que es totalmente antiestatista. No es republicano, busca abolir al Estado”, advirtió la líder de la Coalición Cívica. Para Milei, la casta “es todo lo que tiene que ver con el Estado”, agregó.
“El Estado es una asociación ilícita”, había dicho el Javier Milei candidato, y recientemente lo repitió como presidente.
En su discurso en Davos, defendió el capitalismo de libre empresa como única herramienta para terminar con la pobreza, a la vez que trató de “socialistas” -léase empobrecedores- a todas las corrientes políticas de la actualidad, “ya sea que se declaren abiertamente comunistas, socialista, socialdemócrata, demócrata cristianos, neokeynesianos, progresistas, populistas, nacionalistas o globalistas”.
¿Qué propone entonces el anarcocapitalismo que defiende Milei?
Esta corriente no tiene nada que ver con anarquismo tradicional, de izquierda, que se oponía al Estado pero abogaba por formas colectivas de organización, como el cooperativismo y la autogestión.
La corriente anarco capitalista cuestiona la existencia del Estado en todas sus dimensiones y funciones pero, a diferencia del anarquismo de izquierda, que combatía la propiedad privada de los medios de producción, esta tendencia considera a la propiedad privada como el valor fundamental del sistema.
A diferencia del liberalismo clásico que busca limitar el campo de acción del Estado y sus mecanismos de intervención, el libertarianismo rechaza de plano el Estado.
“La de Milei no es la crítica a un Estado sobredimensionado o con ñoquis, que yo comparto -señaló Elisa Carrió-. Es más que eso: es el Estado mismo lo que quiere abolir. Todo tiene que ser manejado por sistemas privados”.
La igualdad económica y la justicia social son rechazadas categóricamente por esta corriente. En palabras de Javier Milei, “el concepto de Justicia Social es aberrante, es robarle a alguien para darle a otro”. Es “un trato desigual frente a la ley, que además tiene consecuencias sobre el deterioro de los valores morales al punto tal que convierte a la sociedad en una sociedad de saqueadores”, agregó.
Al igual que el liberalismo clásico, el anarcocapitalismo reivindica un sistema en el cual cada persona es plenamente propietaria de sí misma, del fruto de su trabajo y de todo lo que haya obtenido mediante cooperación voluntaria con otros, mediante intercambio o por donación o herencia. Cada uno es responsable de sus actos, por lo tanto también de sus compromisos y de sus pérdidas o deudas contraídas.
No cabe por lo tanto, esperar auxilio público. En su cruce con el gobernador de Chubut, el Presidente lo dejó claro. La provincia tiene una deuda y ésta debe ser ejecutada, sin importar el costo social.
Toda forma de organización coercitiva es considerada ilegítima por el anarcocapitalismo. Esto, llevado al extremo, abarca al mismo Estado que, como cualquier otra organización, sólo debería tener legitimidad ante aquellos que voluntariamente lo acepten. Desde esta perspectiva, lógicamente, los impuestos directos e indirectos y todas las reglamentaciones fijadas por el Estado a las actividades privadas son ilegítimas.
La clave del éxito de cualquier empresa, de cualquier iniciativa, es su carácter voluntario. Eso basta para garantizar la satisfacción y el beneficio a sus participantes.
Otra diferencia con el liberalismo clásico, es que los anarcocapitalistas no creen que el Estado sea necesario para garantizar la propiedad privada. Por el contrario, éste es el primer “criminal” contra la propiedad privada, como suele decir Milei.
Toda forma de propiedad colectiva termina llevando al totalitarismo. Porque si hay propiedad colectiva, es necesario administrar y para ello crear una institución. Eso genera una autoridad que se extiende a todos y termina coartando la libertad.
Libertad y propiedad son inescindibles para esta corriente que considera posible organizar la sociedad a partir de respetar esos derechos.
Murray Rothbard (1926-1995), autor de The Libertarian Manifesto (1973), fue quien intentó fusionar la escuela austríaca con el liberalismo clásico y el anarquismo, y fue quien acuñó la expresión “anarquismo de propiedad privada” y luego “anarcocapitalismo”.
Milei, que bautizó a uno de sus perros con el nombre de este intelectual, se posicionó desde el comienzo como un ultraliberal, antisistema, y adoptó la etiqueta de anarcocapitalista sin ambages, pese a tratarse de algo muy parecido a una utopía.
Pero ese rótulo, hasta ahora poco escuchado entre nosotros, tiene detrás una corriente económica y filosófica. Es la más liberal de todas las corrientes liberales. Como su nombre lo indica se alimenta de dos fuentes: del anarquismo y del liberalismo a la vez.
El eje principal es el rechazo al Estado, al que consideran ilegítimo, y a toda forma de contrato social impuesto. Se oponen radicalmente a toda forma no voluntaria de redistribución de la riqueza. Defienden un capitalismo sin Estado, lo que daría lugar a una sociedad económicamente eficaz y moralmente deseable, según la definición de Pierre Lemieux autor del Que-Sais-je ? (¿Cuánto sé? PUF, 1988) dedicado al anarcocapitalismo.
Cada ser humano es plenamente propietario de su persona y del fruto de su trabajo. La venta de órganos -quizás el único planteo de Milei en campaña que hizo arquear las cejas de sus seguidores- es parte del ideario del anarcocapitalismo. Por el contrario, su defensa de la vida desde la concepción no está en el programa de esta corriente, que es partidaria del aborto, del suicidio asistido y de la eutanasia, y de la prostitución. O sea, la persona es libre de vender su cuerpo, entero o por partes.
La idea de una sociedad sin estado es tan utópica que hasta cuesta imaginarla. Y cabe preguntarse, como Carrió, si quienes lo votaron llegaban a representarse las consecuencias concretas de privatizar o directamente eliminar servicios e instituciones públicas.
Mucho menos habrán imaginado que los recortes a la casta podían afectarlos a ellos. Pero si “la casta” es todo el Estado, es indudable que los recortes a fondos que van por ejemplo al pago de sueldos de docentes -como ya ha sucedido- afectarán la provisión de un servicio que la sociedad argentina todavía considera imprescindible y altamente asociado a lo público.
El anarco capitalismo propone que las funciones incluso más tradicionales o básicas del Estado sean llevadas adelante por empresas privadas.
En toda circunstancia y ámbito la regulación del mercado será siempre más eficaz que la de un gobierno o administración pública. Por lo tanto, todo debe ser privatizado, incluso servicios como la seguridad pública, en sentido amplio, es decir: la policía, la justicia y la defensa.
La crítica generalizada de Milei en Davos -donde como vimos no dejó corriente política en pie- deriva de la idea de que todos ellos apuestan a un refuerzo del Estado como solución a los problemas. Cuando la solución, para él, es lo contrario. Pero Milei tiene el desafío no menor de demostrar que una sociedad sin Estado es posible, ya que la experiencia, a nivel de un país, no tiene antecedentes.
El camino para lograrlo ha sido formulado, al menos en la teoría, por exponentes de esta corriente. Lo primero es suprimir los subsidios y las reglamentaciones, luego vender las empresas y los servicios públicos y, en una segunda etapa, privatizar también la educación, la salud y finalmente la seguridad.
La libre oferta y demanda mejorará esos servicios y disminuirá sus costos. La ineficiencia de la gestión estatal se traduce en cambio en derroche y en una carga enorme sobre los contribuyentes.
Si, además, se reduce la actividad del Estado en lo administrativo y judicial, el gasto público se verá drásticamente achicado, lo que redundaría en baja de impuestos e incremento de la calidad de los servicios.
En defensa de la propuesta de privatizar la seguridad, los anarcocapitalistas argumentan que en muchos países el número de agentes contratados para seguridad privada ya supera a la pública. En cuanto a la justicia, ponen como ejemplo los tribunales de arbitraje, cada vez más usados y mucho menos costosos. En cambio, allí donde toda la justicia es estatal, las causas se acumulan y los procesos se vuelven interminables. “Para Milei la Justicia es arbitraje privado; el Parlamento no debería existir, los ministerios tampoco”, aseguró Carrió.
La convicción de los anarcocapitalistas es que toda la actividad de una sociedad puede realizarse siguiendo el modelo de transacciones entre privados.
“Según Milei, la gente no tiene derechos, sino intercambio de voluntades. El pobre pacta con el rico, puede pactar 16 horas de trabajo”, ejemplificó Elisa Carrió, bajando a tierra estos postulados teóricos. La ex diputada resaltó también que Milei no comparte el concepto cristiano de “compasión”. “Para él los jubilados son una distorsión del Estado. No le importa cómo viven las familias”, afirmó.
Para los anarcocapitalistas toda forma de distribución no voluntaria de las riquezas es algo contra natura. O sea, caridad individual sí, asistencia social, no.
La igualdad solo puede ser de derechos. La igualdad de bienes, o la redistribución de la riqueza, sólo puede ser realizada con medidas que coartan la libertad. Por lo tanto, la única desigualdad condenable es la del derecho, pero todas las demás -sociales, culturales, económicas- no pueden combatirse sin interferir con la libertad.
El anarcocapitalismo todavía debe demostrar que verdaderamente será sinónimo de mayor productividad, mejores condiciones de vida, menos tiempo de trabajo, menores impuestos y cargas sociales, etc.
Antony P. Mueller, economista alemán que considera que “el sendero a la verdadera libertad es la privatización sistemática”, escribió en un artículo en Contrepoints, medio liberal francés, que “en lugar de crear nuevas leyes y nuevas instituciones, la misión consiste en abolir las leyes y las instituciones”. Algo que estaba en el espíritu de la Ley Ómnibus de Javier Milei que, por momentos, parece encarnar plenamente la misión, y no solo en el discurso.
Es necesario, dice también Mueller, instalar en la opinión pública la idea de que la solución a sus problemas radica en la reducción de la política y del Estado. “Para ello, hay que tener la voluntad de exigir y realizar la privatización del mayor número posible de instituciones públicas”.
La ineficiencia de muchos servicios públicos y el gigantismo estatal alimentan sin duda las convicciones libertarias y generan receptividad en una ciudadanía cansada del maltrato a que es sometida cotidianamente por servicios que no son tales. Y explican en buena medida el triunfo de Milei.
Es difícil medir sin embargo hasta qué punto esos votantes comprendieron la amplitud de las convicciones del Presidente en el plano de la abolición del Estado. O de las funciones que, con mayor o menor eficiencia, siguen siendo subsidiarias de lo privado.
El salto de la inflación, que claramente le está ganando a los ingresos -en el caso de las jubilaciones, de modo dramático- probablemente no se condice con la idea que la mayoría se ha hecho de lo que significa enfrentar a “la casta”.